3 de noviembre de 2013

De espionaje masivo, correlaciones espurias y trampas de la inteligencia

Alguien tendría que poner un poco de sentido común en esto del espionaje masivo recientemente descubierto a raíz de las revelaciones del joven espía estadounidense Edward Snowden a varios medios de comunicación. Cuando entre los años 40 a los 80 del siglo XX se decidía “pinchar” un teléfono (fijo, por supuesto) había que dedicar muchas horas/hombre a escuchar, filtrar, tamizar, transcribir, sintetizar... o como se dice en la jerga de inteligencia, pasar del ruido al dato y del dato a la información de inteligencia.

Hoy cuando se decide “pinchar” se hace masivamente, indiscriminadamente, en todos los canales de comunicación (teléfonos fijos, móviles, correo electrónico, redes sociales, etc.) y por medios totalmente automáticos, “desatendidos”, es decir, sin necesidad de intervención humana... y eso ya no hay quien lo pare, porque cuando no sabes lo que buscas pero la tecnología te permite el acceso a todas las comunicaciones electrónicas, buscas en todas partes sin discriminación... como pollo sin cabeza. ¿Resultado?, amén del consabido problema de la infoxicación que ya abordé en una entrada anterior, resulta risible, por cómica, la contraposición entre la justificación estándar del espionaje masivo (luchar contra el narcotráfico y el terrorismo yihadista o convencional) con el hecho fáctico de espiar, entre otros, a los cardenales del Vaticano o a los líderes europeos. Patética justificación, ¡¡por Baal!!.

Sin embargo, lejos de acelerar el proceso de conversión del dato o metadato en información de inteligencia (un proceso que requiere, siempre, obligatoriamente, la intervención humana y por tanto es lento y caro), el que decide que ese modo de entender la “inteligencia” es absolutamente necesario para nuestra seguridad que estos sistemas funcionen masivamente y en “modo automático” registrando todas las transacciones siguiendo la doctrina del “just in case” (por si acaso) se mete en un callejón sin salida, porque por la propia naturaleza de estos sistemas, exacerbados por el “just in case”, cada vez necesitará más y más recursos informáticos, de velocidad (ayer megaflops, hoy gigaflops, mañana teraflops,...), de almacenamiento (ayer terabytes, hoy petabytes, mañana exabytes,...) y de construcción de algoritmos cada vez más sofisticados, en lo que se ha venido en llamar el “Big Data” o análisis de grandes bases de datos, una tecnología con efectos contraproducentes que el estadístico Stanley Young viene alertando contra el fenómeno que llama “la tragedia de los grandes conjuntos de datos”: cuantas más variables se estudian en un gran conjunto de datos, más son las correlaciones que pueden evidenciar una significación estadística espuria, es decir, que se puedan tomar como relaciones de causalidad simples relaciones de casualidad, o sea, que cuantos más datos tengamos más probabilidades de encontrar esas relaciones ilusorias sin ninguna significación real, aunque por pura “fuerza bruta” tengan alguna significación estadística (se sabe por ejemplo que por simulación mediante el método de Montecarlo para generar variables aleatorias, las correlaciones espurias crecen exponencialmente con el número de variables), lo que significa que en manos no adecuadas se pueden malinterpretar ciertas correlaciones y el analista termine por ser “engañado por los datos”, o, lo que es peor, que el que analiza o recibe la información termine con su salud mental alterada como le sucedió al célebre matemático y premio Nobel John Nash (recuerden las escenas del film “Una mente maravillosa” que transcurren en la Rand Corporation) cuando colaboró con los servicios de inteligencia de su país: al final veía al enemigo en todas partes porque veía correlaciones en todo.

Echo en falta que estas agencias de inteligencia muestren una verdadera medida para la “eficiencia de la información de inteligencia” para medir su productividad, a semejanza del TRE o Tasa de Retorno Energético (la relación entre energía obtenida frente a la energía invertida), es decir, algo como una Tasa de Retorno de Información de Inteligencia o TRI2 (que podría medirse como la información de inteligencia obtenida versus los recursos de procesamiento y almacenamiento invertidos), pero a tenor de cómo aumenta exponencialmente la presión por disponer de estos recursos (el denominador) es simple deducir que la TRI2 es cada vez más infinitesimal, es decir, irrelevante, vamos, como echar cada vez más paja en un pajar en busca de una aguja, en lugar de usar un detector de metales... lo que conlleva entonces preguntarse legítimamente si lo que se persigue es otro (u otros) objetivo(s) al verbalizado, por supuesto inconfesables.

Porque, no seamos ingenuos señores espías: una gran empresa, un gobierno o un ciudadano no tienen la opción de prescindir de las comunicaciones electrónicas, porque hacerlo les restaría competitividad o eficiencia... pero ay, amigos espías, una célula terrorista sí tiene la opción de prescindir de las comunicaciones electrónicas (de hecho les es más eficiente usar personas como correos para transmitir mensajes, lo mismo que los narcotraficantes), es más, si un terrorista quiere tener éxito en su misión debe prescindir obligatoriamente de las comunicaciones electrónicas, luego, por favor, no nos vengan con el cuento de la seguridad porque desde el llamado “sesgo de opcionalidad” [1] queda muy claro quien tiene opción y quien no, quien puede y quien no puede “pasar por el aro” de las comunicaciones electrónicas. En otras palabras, desde el “sesgo de opcionalidad” se desnuda el argumento de la seguridad, quedando en evidencia lo que persigue realmente el espionaje masivo: sacar ventaja económica y/o militar y/o política, es decir, el interés estratégico es el motivo último del espionaje masivo.

El hecho cierto que hayamos tenido en Occidente tres grandes atentados en los últimos doce años y decenas de pequeños atentados producidos por “lobos solitarios” (que emulando al desaparecido archienemigo líder yihadista Osama bin Laden prescinden, obviamente, de las comunicaciones electrónicas) a pesar de la presencia temprana de esta tecnología de espionaje, esos hechos demuestran la poca eficiencia práctica del espionaje masivo para impedir atentados (aunque, por el contrario, sí han sido muy eficientes como “argumento del miedo” para justificar una mayor inversión en estos sistemas), amén de inferirse de estas actuaciones que en realidad estas agencias no espían lo que deberían (financiación y reclutamiento de células terroristas, análisis del “motus” y génesis yihadista, etc.) y cómo deberían (infiltrándose, anticipar y proyectar situaciones de vulnerabilidad sistémica, modelizar sistémicamente el comportamiento terrorista, etc.), sino lo que les permite esta tecnología. Es decir y contradiciendo al presidente Obama, no se trata tanto de que la NSA o cualquier otra agencia no haga lo que (tecnológicamente) puede llegar a hacer, sino poner énfasis en lo que sí pueden hacer y no hacen. La mala noticia es que las posibilidades tecnológicas ciegan la visión de los límites de lo que se puede alcanzar y la buena noticia es que llegará un momento que esa locura se detendrá a sí misma: cuando se percaten que necesitan toda la energía del planeta para procesar todas las comunicaciones del planeta. Espero que en algún momento de lucidez los que deciden sobre estas cosas recuerden el cuento del genial Borges “El espejo y la máscara” donde relataba la ambición de unos cartógrafos imperiales chinos de trazar un mapa tan grande como el territorio.

Queridos espías, si de verdad queréis conocer y anticiparos a “los malos” no os queda otra que respetar aquello que hace muchos años decía uno de los padres de la Cibernética: “Solo la variedad puede absorber variedad” (W. Ross Ashby), dicho de otro modo, si sólo tenemos un modo de espiar (el que nos ofrece la tecnología descrita, que consideráis lo más de lo más), no podremos absorber todos los intentos de “los malos” por hacer daño (que de hecho ya descuentan en su conducta ese modo de proceder, reduciendo su exposición a la tecnología o sorteando sus obvios algoritmos de búsqueda), es decir, no queda otra que ser más listos, más inteligentes que “los malos”... pero para ser más inteligentes lo primero que tenéis que hacer es no caer en la estupidez de creeros muy inteligentes porque sobreponderáis la tecnología de la información a vuestro alcance, o caer, como decía el padre del Pensamiento Lateral en “la trampa de la inteligencia” (Edward de Bono), esto es, creer que la inteligencia consiste en ser más hábiles, rápidos y reactivos, sino en ser más sabios que habilidosos, más profundos que rápidos y más proyectivos que reactivos. La mala noticia es que estas cosas no se consiguen con más tecnología y la buena noticia es que para lograrlo sólo es necesaria una cosa que son tres: pensar más, mejor y diferente.


[1] El sesgo de opcionalidad es un sesgo de selección similar al que incurrieron las empresas de sondeos cuando en los albores de la telefonía decidieron ahorrarse costes haciendo las encuestas telefónicamente: atribuyeron erróneamente que la muestra de los encuestados telefónicamente era representativa del universo de la población... cuando sólo los ricos tenían teléfono. Hoy, a diferencia de entonces, prácticamente todo el mundo usa las comunicaciones electrónicas... porque entre otras cosas no tiene opción a no hacerlo, porque no hacerlo es un desincentivo (incurriría en unos costes y una ineficiencia que no se pueden permitir)... menos los que sí tienen opción (de ahí la opcionalidad) porque saben que para el “éxito” de su misión es obligatorio prescindir de las comunicaciones electrónicas, porque no hacerlo sí tiene incentivos para ellos, de ahí que le atribuya a este sistema de escuchas un sesgo de opcionalidad y, consecuentemente, porque imagino que las agencias de inteligencia no pueden ignorar este sesgo, deduzca que el verdadero objetivo no es el verbalizado... y si lo ignoran, entonces, como decía no sin cierta sorna el ensayista Luis Montoto, ¡¡apaga y vámonos!!.


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